EL PAÍS DISEÑADO PARA ROBAR.
Juan Sebastián Fajardo Ardila.
Oh gloria inmarcesible
“El país está diseñado para robar”, afirmaba el abogado y analista político Gilberto Tobón en una entrevista para Nos cogió la Noche, en julio de 2017. Tenemos una “economía pirata”, aseguraba también, citando a Max Weber. Y es que en Colombia el patrimonio de la nación no es más que un botín del que se sirven los poderosos para adelantar sus propias agendas, sin que nada importe el bien común o el progreso de la nación. Esto, con la participación activa de medios oficialistas, que más que medios de información terminan siendo manipuladores de opinión. Con la participación de políticos, de empresarios, de actores armados ilegales de ambas aristas del plano ideológico y de la sociedad entera, que normaliza y acepta, como dócil esclavo, la realidad penosa de estos crímenes.
Veamos, por ejemplo, el caso del túnel de “La Línea”, obra que además de demorarse mucho más de lo que se había estipulado inicialmente termina con unos sobrecostos de más del 500%. A propósito de lo anterior, alerta la Contraloría sobre la presencia de “elefantes blancos” que solo en Quindío constituirían un desfalco de más de $118.000 millones. Caso común y corriente que por su cotidianidad no suscita más que un breve suspiro de aceptación y derrotismo en la población, tan acostumbrada a la corrupción rampante del gobierno y todos los actores del escenario nacional.
Es que así mismo sucedió con el escándalo del llamado “Carrusel de la Contratación”, durante la alcaldía de Samuel Moreno, que implicó tanto al alcalde como a unos contratistas que se harían famosos por el grado de descaro y la envergadura de sus operaciones criminales: los Nule. El carrusel terminó (esto sí, caso excepcional) costándole la muerte política y una sentencia carcelaria al mandatario. Este episodio, que si bien no terminó en la completa impunidad, como sucede normalmente, deja entrever el grado de cooptación que tienen estas mafias en la institucionalidad, anexas, muchas veces, a partidos y clanes políticos de dudosa integridad.
La clase política, que se supone es la voz del pueblo, no ha sido ajena a este modus operandi criminal. Como mencionábamos antes, estas operaciones cuentan muchas veces con la anuencia o el apoyo activo de sectores políticos, y se cuentan entre los primeros beneficiados por las dádivas de los robos y desfalcos del erario público. Recordemos el llamado “Proceso 8000”, similar al reciente caso de la “Ñeñepolítica”, en el que se acusaba al entonces presidente Ernesto Samper de recibir financiación procedente del narcotráfico para su campaña. Finalmente, la polémica pasó al olvido y los supuestos nexos de Samper con la criminalidad quedaron en la impunidad, como seguramente pasará también con el actual (sub)presidente Duque.
Fue el mismo Álvaro Uribe, el titiritero que dos veces nos ha puesto presidente, quien se encargaba de entregar licencias a las operaciones fraudulentas del cártel de Medellín cuando fue director de la Aerocivil. Hay que ver las vueltas que da el destino, pues fue el papá del actual presidente Iván Duque Márquez, Iván Duque Escobar, quien fungiendo como gobernador de Antioquia alzó su voz para denunciar estas operaciones, por allá en el año 1982. Denuncias que serían secundadas un año después por Lara Bonilla, que se encargó de derogar cientos de licencias, atribuyéndole a esta entidad (y a su exdirector) una actitud, cuando menos, complaciente con estos grupos al margen de la ley.
Así como citamos episodios recientes podríamos mencionar episodios mucho más lejanos; la corrupción en Colombia lleva siglos carcomiendo la legitimidad del Estado. Cuando la United Fruit Company ya contaba con un capital de más de US$240 millones, a principios de la década de 1930, se posicionaba como el líder indiscutido de la industria bananera. Ligada siempre al desarrollo de vías férreas, la multinacional sumó más de 50 kilómetros de rieles a la infraestructura colombiana. A pesar de controlar el 63.6% de las exportaciones bananeras en los 9 países que tenía presencia (Colombia, Costa Rica, Cuba, Guatemala, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua y Panamá) las dádivas de estas operaciones se concentraban en un grupo muy reducido de nacionales, e iban a parar, en su mayoría a las arcas de la multinacional.
Pocos años atrás, en 1928, se dio uno de los episodios más turbios de la historia colombiana, bastante turbia de por sí: la Masacre de las Bananeras, en la que centenares o millares (las cifras varían inmensamente según el autor) de huelguistas dirigieron sus voces de protesta a la plaza central de Ciénaga, en plena zona bananera, exigiendo medidas para el mejoramiento de las condiciones de los obreros que laburaban en instalaciones de la United Fruit. María Cano y el mismo Jorge Eliécer Gaitán fueron voceros y defensores de los trabajadores, que la multinacional se rehusaba si quiera a reconocer como empleados, afirmando que estos no tenían ninguna vinculación formal con la empresa y por ende no estaban obligados a garantizar seguridad social ni a mejorar las condiciones de salubridad en la que estos trabajaban. Presionado por los Estados Unidos, que amenazaban con enviar marines si la situación no se desescalaba pronto y la complicidad de la élite política que también se beneficiaba de los dividendos de las operaciones bananeras, el gobierno, por medio de sus fuerzas armadas, abrió fuego contra los huelguistas desarmados, matando a cientos o a miles (de nuevo, las cifras son motivo de especulación y debate).
En la cuadra de mi casa un hombre viste siempre una gorra de indumentaria militar, de unos 50 años, pero fornido, “Don Luís” es quien se encarga de cuidar el sector y los vehículos que se parquean al lado de las aceras. Sargento viceprimero del ejército retirado, conversamos frecuentemente y me cuenta historias de su tiempo como militar activo. “Los policías son una manada de ladrones” dice, afirmando que cuando prestaba servicio en el Cauca, en las mismas épocas de Pablo Escobar, eran los primeros que se prestaban para hacer “torcidos”. Un día fue testigo de cómo un cargamento de droga, que había logrado incautar poniendo en riesgo su vida y la de otros compañeros, se perdió entre los registros del ejército y el gobierno, para terminar en Estados Unidos, según le habrían informado luego. Esto generó en él un desencanto por la institución que hasta entonces creía transparente. “Plata había por todos lados”, y es que el dinero que lavaba Escobar terminaba, por lo menos parcialmente, en los bolsillos de los habitantes de las “zonas rojas”. Fue así como conoció de primera mano las estructuras criminales que operaban en la zona, estrechamente ligadas con el aparato estatal, que también se lucraba (y se sigue lucrando) del tráfico de estupefacientes.
Hay una brecha inmensa (algunos dirán infranqueable) entre los intereses de las élites económicas y políticas y los de las masas populares. Con rarísimas excepciones, estos primeros piensan únicamente en el mantenimiento de sus privilegios, aún cuando esto pone en entredicho los intereses comunes; aún cuando es el erario público la fuente inacabable de la que sacan porciones vergonzosas, como si fuera una torta de cumpleaños y ellos los eternos cumpleañeros, mientras que zonas del país que nunca han tenido hospital ni carreteras son condenadas al más ignominioso olvido. Esta “economía pirata” pareciera característica intrínseca de la colombianidad, o eso pretenden los grandes manipuladores de opinión que aceptemos, como realidad inamovible. Lo cierto es que en la otra cara de la moneda contamos con personajes e iniciativas heroicas; la solidaridad manifiesta que alimentada de la indignación que producen tantos vejámenes en cualquiera que no haya caído del todo en el desgano y el pesimismo florece en generaciones de líderes sociales y juventudes críticas. ¿Seremos ovejas que corren al matadero o quedará alguna esperanza de cambio en el país de la horrible noche?