El aplauso y la propina.
Carlos Fajardo, md.
El país enfrenta uno de los retos en salud más duros en su existencia republicana, el COVID-19 ha sido un duro cuestionador de la calidad de los programas de salud pública y de los sistemas asistenciales en los países a donde ha llegado.
Ha castigado con dureza las demoras, ha vuelto trizas la confianza de los ciudadanos en sus gobernantes, ha puesto en evidencia los faltantes, los problemas de cobertura real, la inoperancia y la ineptitud de algunos líderes.
Pero ha vuelto los ojos de la sociedad sobre un grupo de trabajadores a quienes de la noche a la mañana empezó nuevamente a reconocer como verdaderos héroes. El pequeño invasor asesino ha hecho que los ojos de todos se vuelvan sobre aquellos que siempre han estado al frente de la línea de fuego, al pie del cañón, los de los turnos interminables, de las jornadas fatigosas y mal remuneradas, los del uniforme o la bata blanca.
La sociedad vuelve sus ojos con esperanza en los trabajadores de la salud, un grupo variopinto de profesionales en diversas áreas, técnicos, auxiliares, que constituyen, entre todos, el más poderoso argumento, el arma más poderosa en la lucha contra el virus, contra la enfermedad, contra la discapacidad, contra la muerte.
Pero la enfermedad y la muerte siempre han estado ahí, los trabajadores de la salud siempre han estado ahí, la sociedad siempre los ha tenido a su disposición, les ha impuesto condiciones bien gravosas desde el momento mismo en que, en algún momento, decidieron hacer parte de ese ejército blanco, largas horas de estudio y aprendizaje, interminables turnos, condiciones laborales cada vez más precarias: Inestabilidad, formas de contratación leoninas, sobreexplotación, no reconocimiento de derechos básicos como el derecho de negociación y de asociación, el derecho a soñar y planear un futuro para su familia, para sus hijos, salarios bajos pagados irregularmente, negación de la participación del empleador en el pago de su seguridad social… la lista sigue.
La ley 100 de 1993 cambió radicalmente las condiciones de trabajo de ese grupo de personas, introdujo criterios de mercado en la relación trabajador de la salud- paciente, redefinió los fundamentos, el paciente pasó a ser cliente, la atención en salud pasó a ser un intercambio comercial donde el profesional de la salud y el paciente pasaron a ser fichas de un juego económico que pretendía el lucro de un inversionista, el cual ponía condiciones, mismas que tenían más importancia que las impuestas por la lógica científica y humana de la relación entre los dos actores de siempre.
La eficiencia, definida como el uso más rentable de los recursos del inversionista, empezó a ser el criterio mayor y, ligada de ella, apareció la productividad, definida como la atención de mayor número de pacientes (Ojo, pacientes, no requerimientos) por hora de trabajo contratada.
El proceso científico, racional, inductivo y deductivo que llevaba desde el interrogatorio del paciente a la definición de un diagnóstico y después a la prescripción de un tratamiento se limitó a la aplicación de algoritmos simplistas, baratos, que pretendías primordialmente ahorrar recursos, hacer la atención menos onerosa para el inversionista, así no fuera tan integral ni pertinente como el paciente lo requería. Aparecieron la guías y protocolos, las mediciones estrictas del número de exámenes, estudios, medicamentos, remisiones e interconsultas que el profesional de la salud necesitaba para llegar a un diagnóstico y a un manejo exitosos del ahora cliente. Aparecieron las restricciones, venían con la cubierta azucarada de ser necesarias para hacer “una mejor utilización de los recursos”, los médicos empezaron a ser clasificados por el gasto que requerían para hacer un diagnóstico, en últimas lo que se logró es que muchos dejaran de solicitar estudios a pesar del paciente, pues más allá del conflicto ético, estaba la necesidad de conservar el trabajo.
El estado intervino tímidamente, se hizo lo de siempre, a veces ni eso, algunas declaraciones grandilocuentes de importantes funcionarios investidos de su excepcional arrogancia, alguna sanción de poca monta y nada más.
Los trabajadores, en esa misma óptica, se volvieron “muy costosos”, muy costosos por devengar lo que la ley establecía como presupuestos básicos para cualquier trabajador, muy costosos por tener derecho a primas, a vacaciones, a cesantías. Los genios del gobierno introdujeron mecanismos de flexibilización del empleo, supuestamente para aumentar el empleo, para promover la “inversión”, aparecieron leyes que modificaron los derechos existentes, pero como no bastó para la codicia de los sufridos inversionistas, se autorizaron formas de contratación desde se negaba la naturaleza humana del trabajador y se le convertía en “contratista”.
El mismo estado, comprometido por esencia a cumplir y promover el cumplimiento de la ley, terminó convirtiéndose en el peor explotador: Las plantas de personal dejaron de actualizarse, se empezaron a menoscabar, la gente que salía pensionada no era reemplazada mediante los mecanismos previstos por la Ley. Hoy por hoy en Bogotá más del 80% de las personas que prestan servicios en el sistema de salud estatal están contratadas mediante órdenes de prestación de servicios, sin importar que realicen actividades asistenciales, misionales y permanentes, como lo reglamentó la Honorable Corte Constitucional.
Pero aún con ello no bastaba, había que ser mucho más “eficientes”. Se introdujeron las historias electrónicas y en su formato se incluyeron más y más actividades para ser realizadas en el mismo tiempo de una consulta habitual, tiempo que, aunque estaba regulado en “no menos de 20 minutos”, en muchos casos ni siquiera se cumplía. Aparecieron las “consultas extra”, la exigencia de atender a quien llegaba tarde, por supuesto en tiempo adicional.
Había llegado la sobreexplotación laboral del trabajador de la salud y así estamos hasta ahora…pero llegó el virus.
El virus les recordó a todos, la importancia de ese variopinto gremio, la prensa empezó a mostrar la dura experiencia del personal de la salud en países del primer mundo, donde se les respeten sus garantías laborales, sociales y humanas, donde tienen con qué trabajar, donde tiene horarios respetuosos de su condición de seres humanos y padres de familia. Nada que ver con el ejercicio de nuestras profesiones en Colombia. Italia, España sitiadas por el virus, postradas por ese minúsculo asesino pese a disponer de sistemas de salud mucho más avanzados que el nuestro.
Aparecieron para los médicos y personal de enfermería que laboran en esos países los turnos fatigosos y terribles, las jornadas de más de 12 horas tratando de salvar vidas, viendo cómo se escapa la vida entre sus manos pues los recursos no alcanzan…Por cierto algo muy conocido para nosotros donde se presentan niveles monstruosos de hacinamiento en los servicios de urgencias, situaciones nada desconocidas para nuestros pacientes que demoran más de seis meses en conseguir una cita con especialista. Pareciera que esos poderosos países se estuvieran colombianizando por efecto del COVID 19.
Aparecieron, como siempre, las voces generosas de quienes consideraron justo hacer un reconocimiento a los “héroes de blanco”, un aplausotón lo llamaron. Y sí, nunca es tarde, bienvenidos los aplausos, bienvenido el reconocimiento de muchos, siempre lo hemos tenido, siempre hemos contado con él… ¿y lo demás?
Entonces aparece el señor presidente en un discurso importante, rodeado de personas importantes y con importantes palabras hace el reconocimiento a nuestra labor y anuncia que va a existir una prima para los trabajadores de la salud. Suena bien, pero resulta que los trabajadores de la salud tienen formas distintas de contratación, que la minoría, apenas menos de un 20% tienen contratos laborales formales y el resto están por formas de contratación infames. Y entonces empieza uno a pensar que la tal prima no es tan justa, que el problema de los trabajadores de la salud no se soluciona ni con aplausos, ni con panegíricos, ni con primas extra con pinta de propinas.
Todo lo quieren resolver con una «propina», años de sobreexplotación, inequidad y abandono de los trabajadores de la salud, profesiones nobles dejadas al garete de la oferta y la demanda. Luego de años de estudio, de turnos sacrificantes, de noches en vela tratando de ponerse al día constantemente para prestar un buen servicio, luego de ponerle la cara a las adversas condiciones de trabajo y a la dura necesidad del vulnerable, del enfermo, ser el rostro humano de un sistema concebido no para conservar y fomentar la salud de los ciudadanos, sino para llenar los bolsillos de los inversionistas de EPS, IPS a costa de negarle derechos a pacientes y trabajadores, salen con la propuesta de una «prima» para menos del 20% de los trabajadores de la salud que aún conservan los beneficios de una contratación laboral legal.
Aceptar esa limosna es aceptar la sobreexplotación laboral del 80% restante. No, un verdadero reconocimiento pasa primero por formalizar a todos los trabajadores de la salud y en esto el estado debe dar ejemplo. Luego de ello si pueden venir las primas de riesgo, el reconocimiento como profesiones de alto riesgo, que lo son, la mejora salarial, al tiempo con el mejoramiento de la infraestructura y dotación de los servicios, el reconocimiento de la salud como derecho de todos y no como negocio de unos pocos, la derogación de la infamante ley 100… Sí, hay mucho por hacer, mucha justicia que impartir, mucho esfuerzo y dedicación por reconocer, mucho trabajo por dignificar. No es un simple aplauso, el reconocimiento exige incidir en forma contundente y definitiva sobre las condiciones de trabajo de este heroico gremio.
Señor presidente tiene usted la pelota en su campo, hora de demostrar grandeza, liderazgo, hora del reconocimiento justo a los trabajadores de la salud.
Carlos Fajardo, MD.